30.12.09

Antes de partir


¿Por qué llamas a mi puerta sin llamar? Ah... Porque no eres tú... Tú sólo mandaste sin mandarlo a este peregrino que caminó durante siete días por sendas desiertas en que, conforme pasaban las horas, iban brotando ilusiones en forma de bella vegetación.
Mientras estás frente a mi, en la puerta del hostal de mi cuerpo, vuelvo atrás en el tiempo con pies de plomo, anciano vagabundo. Sólo unos segundos. Para volver a esas sendas que tú pisaste con mis pies.
Vuelvo en mi. Sólo alquilo la habitación del corazón pero, tras la huída o el asesinato de otros peregrinos, ella misma se niega a albergar a nadie más. No quiere volver a presenciar algo así. A sentir todo lo bueno, a acariciar y oler esas plantas y flores que crecieron en el camino y que, de repente, un corte rápido y certero esparza la sangre de estas redecorando las paredes de rojo y tatuando de negro sus lágrimas.

"Ajado caminante, puesto que el corazón amoratado se niega y la cabeza que expulsa estas palabras susurradas y casi mudas no quiere ser atormentada por las confesiones del anterior, entre sin hacer ruido. Sin despertar al pasado qu
e vive en la habitación de atrás con sus retoños, sus recuerdos. Tampoco me hable demasiado pues no soy más que un casero que bien quiso ser mudo, sordo y ciego para no decir estos "sí" entre los dientes. Por cierto, dormirá en el sofá del salón que está cerca de la puerta por si, como los anteriores, se ha equivocado de lugar, o ha sido asesinado por su propia dueña antes de llegar a su destino".

Está dentro. No me giro. No quiero ver que ha entrado y tampoco cómo se acomoda puesto que será más fácil todo cuando se vaya.
Vuelve a ocurrir, como en uno de esos sueños difusos en que no ves algo escrito o no alcanzas a escuchar algunas palabras, este viejo sentimental lanzó al aire su nombre al cruzar el umbral de la casa. Nunca lo entiendo claramente pero juraría que escuché "Amor"...
Cierro la puerta y deseo que siga ahí pero sin verlo. Sólo quédate. Sólo deja de ser tú, conviértete en la niña que te envía y dime si la palabra del vetusto mensajero es la que creí oir... Dímelo... Dímelo... Antes de partir.

Sobre la mesa, una jarra de frío bien llena. A rebosar. Su horizontalidad gélida, paralela al cielo y al mar, se expande como el aire por toda la casa. Corretea por el pasillo como un niño juguetón y te empapa sin mojarte. Se instala en las manos y los pies, como una bipolaridad voluntaria y te pide que busques abandonarle. En tu interior, hoy más que nunca, noto que el frío te hace decaer y buscas dejarte, olvidar lo que te envuelve. Vierte la jarra en un vaso y bébete la inestabilidad a sorbos blancos o negros y siente cómo lo helado camina por tus venas pero sin alma, sin palabras. Escribe la biografía de la Muerte con muchos puntos suspensivos, con pausas, describe sus escalofríos porque el negativo de su fotografía siempre tendrá un positivo, aunque le pese. Sobre la mesa, tú.

© L'Enfant Cap Pas Cap

12.12.09

Mísera inmensidad



Si te has sentado frente al mar, has contemplado la inmensidad hasta donde el cielo se une con el mar
y has imaginado lo que hay más allá del horizonte, nunca, jamás, podrás ni tendrás la desvergüenza de ahogarte en un mísero charco.

© L'Enfant Cap Pas Cap

4.12.09

El juego de la silla


Despierto dos horas más tarde de que mi cuerpo se incorpore y se despida del borde de la cama con el que acostumbra a intimar. Empiezo a ver cuando ya me he cansado de mirar. Largo letargo que acaba con un choque frontal. La realidad se precipita sobre mi.

Un intermitente me indica con el lenguaje de los colores que me enfrentaré una vez más al reparto más original de una obra jamás escrita. Pegado a la ventana, en pie, entre la parte delantera y la trasera del vehículo urbano. Vagabundo de un solo camino. Un vistazo rápido a través del cristal. Frío al tacto. Frío interno. Me refugio en un farsante calor humano al girarme. Apoyo la espalda en la ventana y una imagen, una fotografía que nunca será revelada, como un niño enfadado, empuja al resto del mundo hasta hacerlo desaparecer.

Mi mirada se reparte de izquierda a derecha con un rebote que intenta absorver lo máximo de ese momento: el carro de un bebé está enfrentado a una señora paralítica sentada en el suyo y ambos se miran. Hay más riqueza en el pensamiento desapercibido de ambas que en el cofre del pirata más malvado. En ese preciso momento todos íbamos sobre ruedas y nada iba sobre ruedas. La existencia era tan supérflua y efímera en esos segundos que ni el olvido ni la utopía tenían vela en este entierro.

Ilusión crepuscular y decadente tatuada en el alma de la señora. Leche, cereales y amanecer de la vida en el biberón del dueño del chupete. Dos enormes ruedas sustentaban una mirada anciana que intentaba arañar una estrategia ladrona de minutos al reloj. Cuatro pequeñas sujetaban la mirada hambrienta de llegar a conocer todo lo que los ojos vetustos de la persona que tenía enfrente vieron y que no dejaron escapar.

Las palabras se escapan por el reducto de la memoria pero esa imagen jamás se borrará porque, en ese momento que duró, tal vez, una milésima parte del número de pequeños instantes vividos por la señora, justo en ese momento, el camino de la vida y el de la muerte pusieron la música, comenzaron a dar vueltas alrededor de un asiento y, así, hasta que las notas se queden sin aliento. Vida y muerte jugaron juntas, como dos niñas caprichosas, al juego de la silla.


© L'Enfant Cap Pas Cap

Y, hoy, sueno así...